sábado, 25 de febrero de 2012

Estimado Sr. Ministro de Educación

Estimado Sr. Ministro de Educación,

Tras leer sus declaraciones del pasado día 21 en el Pleno del Senado, en las que afirmaba que la fuga de cerebros no debe verse como algo negativo y que, si luego hay recursos para facilitar su vuelta, esta huída es uno de los más acertados pasos que un científico puede dar en su carrera, me asaltó la duda: ¿tenía yo un concepto erróneo de en qué consiste exactamente la fuga de cerebros? Así que decidí buscar el término en el diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, y encontré lo siguiente:

Fuga de cerebros. Emigración al extranjero de numerosas personas destacadas en asuntos científicos, culturales o técnicos, para ejercer allí su profesión, en detrimento de los intereses de su país.

Sin embargo, usted insistía en que no debía verse como algo negativo; y, por tanto, volví a dudar, y me vi en la necesidad de buscar el término “detrimento”.

Detrimento. 1. Destrucción leve o parcial. 2. Pérdida, quebranto de la salud o de los intereses. 3. Daño moral.

Dado que hablamos de “detrimento de los intereses de su país”, asumiré que la definición adecuada en este contexto es la segunda (pérdida o quebranto); pero, incluso si decidiera ser flexible y aceptar cualquiera de las tres, sinceramente no veo que eso contribuya en manera alguna a que la fuga de cerebros pudiese ser considerada como algo positivo. Así que, claramente, algo no encajaba.

Se me ocurrió entonces que quizá la fuga de cerebros, aunque negativa para el país que los pierde, pudiera ser positiva para otra parte, y que esto era lo que usted estaba en realidad contemplando (mientras que yo, sin base alguna, había asumido que estaba pensando en los intereses de España). Quizá lo que usted señalaba era que la fuga de cerebros es positiva para los propios cerebros a la fuga, que se van a un lugar mejor para ejercer las actividades propias de un cerebro. Eso tendría sentido. O puede que se refiriese usted a los países que acogen a los cerebros fugados; sin duda, para ellos es muy positivo. Ése, debo decir, habría sido un pensamiento muy altruista por su parte; y el altruismo, por definición, es algo bueno, así que yo no tendría nada que objetar.

Pero, aunque estos pensamientos me parecen convincentes y sin duda tranquilizadores, tengo que admitir que, si bien remota, existe otra posibilidad: quizá usted erró en la elección del término. ¿Sería posible que no se refiriese a la fuga de cerebros, sino a esas estancias postdoctorales en el extranjero que la mayoría de los científicos hacemos, con el objetivo de ganar experiencia y completar nuestra formación? Si ése fuera el caso, debo manifestar mi completo acuerdo con usted en que es algo positivo, y un paso acertado en la carrera científica; pero decir que una estancia postdoctoral en el extranjero es algo recomendable es como alabar los beneficios del deporte o la importancia de una alimentación equilibrada. No sé si me explico.

Estancia: Permanencia durante cierto tiempo en un lugar determinado.

Es decir, que una estancia Postdoctoral es algo temporal. El cerebro se va, aprende, establece colaboraciones, se perfecciona, termina de prepararse. Pero se deja un pijama en España. La fuga (huida, abandono) carece de este matiz de temporalidad; si animas a un cerebro a fugarse, no lo esperes de vuelta.

Sólo por si acaso, trataré de resumirlo en una frase sencilla: si un cerebro se va de estancia, eso es algo positivo; si un cerebro se fuga, eso es malo, malo, malo. No hay lado bueno, no importa como se mire. Para el país que deja atrás, me estoy refiriendo; y en este caso en particular, aclaro, me refiero a España.

Sin más por el momento, se despide atentamente

Rosa




domingo, 19 de febrero de 2012

Quemando las naves


Que la ciencia en España agoniza, por desgracia, no es noticia de última hora. Todos, ya sea desde dentro o desde fuera, tenemos la sensación de que la situación está difícil, y de que no se avistan mejorías. Y, aun así, lo cierto es que yo había logrado mantenerme en un feliz estado de semi-inconsciencia optimista, a base de taparme los oídos y cantar a pleno pulmón, hasta que el artículo de Amaya Moro-Martín publicado en Nature hace tres días me bajó de mi nube como un mazazo. Por primera vez, me di de bruces contra una realidad clara y contundente: no vamos a volver. Los científicos españoles que estamos fuera no tendremos que debatirnos entre quedarnos en el extranjero o regresar a nuestro país; no tendremos que valorar pros y contras, evaluando la importancia relativa de familia y trabajo. Sencillamente, no vamos a tener la opción.

La ciencia española acaba de perder, de un plumazo, su ministerio propio y 600 millones de euros. Estamos en plena crisis económica, es cierto; nadie podía esperar crecimientos en el presupuesto para ciencia en estos momentos. Y, sin embargo, éste es justamente el tipo de inversión que, a medio plazo, podría marcar una diferencia. La inversión en investigación y desarrollo en España está bien lejos de la media europea, al igual que la de Irlanda, Portugal, Grecia e Italia. Alemania, sin embargo, invierte más del promedio; y, a pesar de defender la austeridad en las finanzas, ha incrementado este presupuesto. Poco más cabe decir.

Lo que se concluye de los últimos cambios es que para España la ciencia no es una prioridad, sino un complemento de lujo: queda bonita, pero es prescindible. Tremendo error. La ciencia no es un capricho que un país puede concederse si su situación económica lo permite: es una inversión. Una inversión que genera conocimiento, que se traduce en tecnología, que da lugar a productos y, por tanto, a riqueza. Es una inversión que, a su vez, atrae inversores; y que mejora la imagen del país, haciendo crecer su credibilidad. Es, en pocas palabras, la base de un modelo productivo basado en el conocimiento.

Como cabía esperar, la inquietud por el incierto futuro de la ciencia en España se ha extendido más allá de la comunidad científica: hace unos días se entregó en Hacienda una petición de la plataforma de activismo online Actuable, promovida por Francisco J. Hernández y Miguel Ángel de la Fuente, que solicita la opción de dedicar el porcentaje de libre asignación de los impuestos a la ciencia. En poco más de un mes, esta iniciativa ha sido suscrita por casi 300.000 españoles, convirtiéndose en la petición de Actuable con un mayor número de firmantes; una prueba irrebatible de que la preocupación ciudadana por la investigación en nuestro país es una realidad. Los españoles no quieren ver extinguirse esa ciencia que al fin empezaba a repuntar; no quieren ver a España estancarse, quedándose definitivamente fuera de juego; no quieren que todo el esfuerzo y la inversión que el país ha hecho en los últimos años se tire por la borda.

Que es exactamente lo que va a ocurrir si esto sigue su curso. Entre otras cosas, toda una generación de científicos formados en España, bien preparados, listos para rendir y devolver con creces los recursos invertidos en su formación, van a ser exportados sin más, sin cláusula de rescisión, sin que los países receptores den ni las gracias. Podría ser, sin ir más lejos, mi caso. Yo estudié en una universidad pública: el gobierno pagó mis estudios universitarios. Después hice un máster; y para ello me dieron una beca, cortesía del gobierno. Para hacer mi tesis doctoral, otra beca, igualmente costeada con los impuestos de todos los españoles. Decidí hacer un segundo máster, y de nuevo fui becada. El gobierno me subvencionó dos estancias en una prestigiosa universidad de Estados Unidos para completar mi trabajo de tesis. ¿Y qué hay de la asistencia a congresos y cursos internacionales? Ah, sí: gracias por eso también, España. Una vez doctorada, decidí hacer una estancia postdoctoral en el extranjero (por cierto, financiada por una fundación española), para completar mi formación. Y cuando mi estancia postdoctoral termine, estaré preparada para volver y aportar mi granito de arena, para invertir mi trabajo en el país que invirtió en mi educación.

Paradójicamente, ese país no me va a querer de vuelta. Y sólo puedo pensar que, si España quería dedicarse a la beneficencia, había mejores causas que donar científicos.

domingo, 12 de febrero de 2012

Cosas que debes saber antes de entablar amistad con un científico (I)

Esa es la verdad: los científicos somos diferentes. Y quiero aclarar que no estoy utilizando el término “diferente” como un piropo velado; es cierto en el sentido más literal de la palabra: si pones en fila a, digamos, a un oficinista, un profesor, un carnicero y un científico, el más raro va a ser el científico casi con total seguridad. Pero de todo tiene que haber, ¿no? Y también podemos ser adorables, a nuestra manera un poco excéntrica. Eso sí, para evitar desengaños, frustraciones e intentos de devolución, hay ciertos conocimientos previos indispensables para todo aquel que se esté planteando entablar una relación de amistad con un científico.
Luego no digáis que no os avisaron.

  1. Probablemente, la mayor parte de sus intereses queden fuera de los límites de tu imaginación. Y no pretendo decir que tu potencial amigo científico sea extremadamente sofisticado; una vez más, es estrictamente literal: tan sencillo como que hay ciertos aspectos de la vida que jamás habrías sospechado pudiesen resultar de interés para ningún ser humano en sus cabales, hasta que apareció él. Por ejemplo, podría mostrar un repentino y muy desmedido entusiasmo por: a) la araña que se ha instalado en el rincón de tu salón; b) la trayectoria que realizan las gotas de lluvia al resbalar por el parabrisas del coche; o c) la mata de pelos que ha crecido dentro del tupper que alguien olvidó en la nevera. Efectivamente, esos detalles que llaman su atención serán, en numerosas ocasiones, precisamente aquellos que los no-científicos deciden explícitamente ignorar; pero no se lo tomes en cuenta: entiende que está demasiado absorto como para percatarse de tu cara de asco.
Por supuesto, esta peculiaridad también se sufre en sentido inverso: si pretendes iniciar una conversación comentando las últimas anéctodas de la vida de Brangelina o señalando lo horrendo del estilo de la nueva colección primavera-verano, lo máximo que vas a obtener, probablemente, es un ladeo de cabeza y una mirada de incomprensión. Eso, si consigues que aparte la vista de la maldita araña.

  1. Tiene prioridades incomprensibles. Si pensabas que los locos del deporte o las madres primerizas eran monotemáticos, prepárate para la experiencia definitiva: el científico y Su Proyecto. El Proyecto de investigación de tu potencial amigo científico es su principio y su final y, por descontado, el único camino hacia el futuro que él conoce. El Proyecto es una fuente inagotable de frustraciones, alegrías y quebraderos de cabeza, y un sumidero continuo de tiempo y energía; es como un gigantesco parásito que retiene a tu amigo en el laboratorio, y que se las ha apañado para inducirle un muy efectivo síndrome de Estocolmo, el muy malvado. El Proyecto no le dará permiso para ir a tu barbacoa, hará que desaparezca inesperadamente de la comunión de tu hermana, y lo volverá incapaz hacer planes con más de dos horas de antelación. ¿Se ha olvidado de que tenía que asistir a su propia fiesta de cumpleaños? Culpa al Proyecto.
“Debe de ser algo importante”, te verás tentado a pensar en un principio, “Igual algún salva el mundo; o, aún mejor, le vale un Nobel”. Pero si le preguntas en qué consiste El Proyecto, y para qué va a servir, y cuándo, le verás azorarse, poner los ojos en blanco, y empezar a balbucear incomprensiblemente. Si esto ocurre, no le presiones demasiado: podrías producirle daños irreversibles.

  1. Si le das la oportunidad, hablará de ciencia hasta que te arrepientas de haber nacido. Un error muy común entre los principiantes amigos de científicos es mostrar un educado interés por su trabajo; sin embargo, aunque esto pueda considerarse una adecuada convención social en la mayoría de los casos, los riesgos que implica en esta situación particular la hacen no aplicable, bajo ningún concepto, a tu amigo científico. Si él intuye el menor indicio de debilidad (y en este sentido los científicos son como los perros, que huelen el miedo) no dudará en inmovilizarte y lanzarte una vehemente perorata sobre las maravillas de la ciencia de la que no sabrás como escapar. Llegado este momento, probablemente no te quede más alternativa que esperar a que se quede sin aire y pierda el conocimiento.
Nunca olvides que, afortunadamente, este tipo de formalismos es innecesario con tu potencial amigo científico: él está acostumbrado a que nadie sepa con exactitud a qué se dedica, así que generalizaciones del tipo “trabaja con ratones/bacterias/plantas” (o incluso el siempre acertado “trabaja en un laboratorio”) son suficientemente buenas para él, y le harán sentirse satisfecho de que tu conocimiento de su labor esté tan claramente por encima de la media. Esa frase bien soltada en el momento adecuado, y un fascinante tupper repleto de hongos, y lo tienes contento para una semana.


CONTINUARÁ…

sábado, 11 de febrero de 2012

Un año después, ha ocurrido

Ha llevado un año, pero ha ocurrido. Es lo de siempre: sabes que existe la posibilidad, que es incluso probable que suceda, pero no le das muchas vueltas. Bueno, piensas, si llegamos a ese punto ya veremos lo que hacemos. Bien, yo del pasado: bienvenido al punto.

Fue el fin de semana anterior. No cuando ocurrió, quiero decir; probablemente éste es el resultado de un largo y complejo proceso que ha sabido mantenerse en un discreto y conveniente segundo plano durante todo un año, alimentándose de pequeños detalles casi imperceptibles y haciéndose más y más fuerte de forma inexorable. El fin de semana pasado fue cuando a mí, que hasta entonces vivía completamente ajena en el fabuloso mundo del “bah, si llega el momento ya veremos qué hacemos”, no me quedó más remedio que darme cuenta de que, efectivamente, el momento había llegado, probablemente para quedarse: y es que ahora puedo decir, oficialmente, que un porcentaje de mí se ha vuelto británico. 

Y no, no es que haya perdido por completo la sensibilidad al frío y ahora trisque alegremente en minifalda por la nieve mientras mis piernas sueñan con unas gruesas medias, ni mi tolerancia o apetencia a las cervezas locales se ha disparado, y desgraciadamente tampoco nadie ha tenido el detalle de confundir mi acento hablando inglés con el de un nativo. (Y debo reconocer que, mientras que sospecho las dos primeras posibilidades podrían  llegar con el tiempo, probablemente mi única esperanza para la última sea hablarle a un sordo de espaldas; mirando el lado positivo, algo es algo). En realidad, todo se basa en un detalle mucho más simple y, a un tiempo, más revelador: hace una semana, de repente, me vi comprando comida para pájaros.

No parece tan dramático, ¿no? Es de lo más natural tener la intención de alimentar a las propias mascotas. Pero quizá todo cobre algo más de sentido si descubro un pequeño, ínfimo detalle: yo no tengo mascotas. Nada (vivo) con plumas habita en mi casa. Y aclararé algo más: aunque, como todos, disfruto de mis ligeras excentricidades, no suelo consumir comida para pájaros, al menos en el formato en que la venden en las tiendas de animales. De hecho, creo que podría afirmar casi con seguridad que es algo que no he hecho nunca.

Y aquí es donde entra la mentalidad británica. Los británicos aman profundamente a los animales: a los propios, a los ajenos, a los silvestres, incluso a los salvajes; todos son igualmente adorables, encantadores y dignos de atención a sus ojos. Incluidos, huelga decirlo, los plumíferos, esas magníficas criaturas que revolotean y arman jaleo en primavera. Pero, ¿alguien se ha planteado qué ocurre con estos animalillos durante el crudo invierno? Quiero decir, los pájaros no hibernan, ¿no? Y en invierno las temperaturas son bajas, los insectos escasean, los árboles están pelados. ¿Qué hacen los pájaros, entonces? No hace falta ser ornitólogo para tenerlo claro: pasar frío y hambre.

“¡Inadmisible!”, estaréis pensando, seguramente. Al menos, eso pensaríais si fuerais de por aquí. Y como quedarse de brazo cruzados está muy feo, alguien decidió implicarse y preparar comida para pájaros en un formato que se pudiera colgar de los árboles de tu jardín, para arrimar el hombro y contribuir a que los pobres hambrientos pajarillos puedan sobrevivir al invierno, que es una buena causa como cualquier otra.

Debo decir que cuando llegamos a nuestra casa y le eché un vistazo al jardín(cillo) por primera vez, no pude evitar fijarme en una especie de bolsa de malla verde que pendía del único árbol de talla suficiente como para merecer tal nombre. Fruncí el ceño: ¡había un pedazo de basura enganchado en la rama de nuestro único árbol! ¡Intolerable! Sin embargo, con el tiempo y una capacidad de observación media, me di cuenta de que la inmensa mayoría de los árboles de zonas ajardinadas civilizadas disponían de sus propios “pedazos de basura”, en distintas formas, tamaños y colores; me intuición me señaló que quizá podría haber algo oculto bajo esa apariencia de desecho. Y, efectivamente, al final la verdad terminó por salir a la superficie como gloriosa revelación (quizá desde los estantes de Poundland, quizá en forma de comentario de algún asombrado amigo no-británico; poco importa, a estas alturas): aquellos colgajos no eran otra cosa que paquetes de ayuda invernal para pájaros famélicos.

Ha tenido que pasar un año entero para que yo, como individua, sintiera la necesidad de ofrecer mi ayuda a los plumíferos necesitados. En mi defensa diré que, de ese año, sólo unos pocos meses pueden ser considerados invierno, así que probablemente no soy tan mala persona. En cualquier caso, hoy hace una semana que llegué a casa radiante, abrazada a mis ocho bolas de comida para pájaros compactada, cada una de ellas contenida en una coqueta bolsita se malla verde. Toda una sensación nueva, debo decir. Salí al jardín brincando (y, consecuentemente, resbalando en la nieve), y colgué tres magníficas bolas en nuestro árbol, junto con la bolsa ancestral de la revelación que, en un acto simbólico, decidí mantener ahí. El resultado no se ha hecho esperar: esta misma mañana he pillado a tres graciosos pajarillos disfrutando de mi conversión a dos carrillos. Eso sí, no me esforzaré en vano en tratar de describir lo que se siente: me temo que, para entenderlo, hay que ser al menos un pelín británico.