sábado, 26 de enero de 2013

La paradoja del emigrante


Cuando uno llega a Inglaterra sin billete de vuelta, con veinte kilos de equipaje y un paraguas a estrenar, hace sus cálculos, cándido y lleno de esperanza, y se dice que, en un par de años, se habrá empapado tanto del idioma local que será prácticamente bilingüe. Y sonríe satisfecho, pensando en ese uno del futuro que conversa animadamente con los nativos de la isla mientras se desprende del sombrero hongo para tomar el té.

Obviamente, en esta ingenua predicción hay varios errores de cálculo. Para empezar, da por hecho que las circunstancias van a ser las ideales para que el aprendizaje del idioma vaya viento en popa, disponiendo de: ausencia de otro hispano-parlante en cincuenta kilómetros a la redonda; horas y horas para leer en inglés/escuchar la radio en inglés/ver la tele en inglés;  tiempo y fuerzas para buscar las palabras desconocidas en el diccionario, apuntarlas en la lista de vocabulario nuevo, y repasarlas antes de irte a dormir; neuronas con conexión ininterrumpida; una institutriz británica que te siga como tu sombra y te atice con la regla cada vez que cometes un error gramatical. Estas idílicas condiciones, lamento tener que decirlo, rara vez se dan en el mundo real (al menos, en el que yo habito).

En defensa de nuestro hipotético inocente español recién llegado debo decir que ciertas situaciones son difíciles de predecir: ¿quién iba a imaginar que, en el día a día, me iba a resultar mucho más complicado dar con un británico de pura cepa aquí que en mi Costa del Sol natal? ¿Qué mente retorcida podría haber presagiado que en el instituto en el que trabajo, junto a otros cientos de personas, iba a ser estadísticamente más probable encontrar un alemán o un francés que un hablante nativo de la lengua inglesa?

Pero eso no es lo peor, ni de lejos. Si bien uno mantiene una distancia de seguridad con el bilingüismo (una distancia tan segura como para anular la más ínfima probabilidad de riesgo), poco a poco se va haciendo con el idioma, y/o va perdiendo la vergüenza que se había traído de casa, y la comunicación, sencillamente, ocurre. Lo que uno nunca espera es que el precio de esta irrisoria mejoría a ritmo geológico sea el meteórico deterioro de la propia lengua (y me refiero al idioma, no al órgano; el órgano no sufre tanto mientras no pongas demasiado empeño en imitar el acento local). De repente, vuelves a tu país de vacaciones y te das cuenta de que mantener una conversación sin insertar aleatoriamente palabras como so, like, ok, I see, fine y otras lindezas no te resulta tan espontáneo como debería. Alguien te pisa en una bulla, y tú vas y le sueltas un meloso sorry; y cuando la persona en cuestión se gira y te mira, tú lees en sus ojos, claro como el agua, que lo que acabas de hacer, en tu país, es una gilipollez de proporciones monumentales. Un poco tarde, though.

Dicen que la lengua materna y las lenguas extranjeras se procesan en distintas áreas cerebrales, pero intuyo que quizá mi cerebro ha decidido hacerse un loft lingüístico. En mi última visita a España, tuve tantos patinazos que sólo me salvó de la hoguera la tolerancia sin límite de amigos y familiares (mantenida con una frecuencia de visitas no excesiva). “No importa que no sea perfecto”, decía yo al respecto de quién sabe qué, “está bien que haya espacio…  er… hueco…” – y mi interlocutora me miraba levantando la ceja, expectante, sin ocultar su mejor media sonrisa maliciosa – “estooo… para…” – se sentía la presión, pero la suerte estaba echada, sin frenos y cuesta abajo – “…¿mejorar?” Y entonces unos segundos de silencio, su media sonrisa ya transformada en sonrisa completa, yo esperando ansiosa un milagro lingüístico que hiciese aquella improbable expresión posible. “Eso no funciona es español, ¿verdad?” aceptaba yo con un suspiro, antes de que la cosa fuera a mayores, derrotada. Mi interlocutora negaba, visiblemente divertida: “¿Ya estamos traduciendo literalmente otra vez?”. Y estábamos, vaya que si estábamos. Room for improvement es una expresión fantástica. Tan buena como “margen de mejora”, pensé aproximadamente unas veinticuatro horas después. Un poco tarde, though.
Es, en palabras de mi amiga Christine, the irony of an expat - increased understanding of foreign cultures, decreased ability to communicate with any of them (la paradoja del emigrante: mejor entendimiento de las culturas extranjeras, menor habilidad para comunicarse con cualquiera de ellas).



sábado, 19 de enero de 2013

Paletos en la nieve

Sus majestades los Reyes Magos de Oriente han llegado con un pelín de retraso a Norwich y nos han dejado, los muy bromistas, una ola de frío que hace que el peor día del invierno pasado parezca un paraíso tropical. Y como ellos son muy detallistas, no se han olvidado del aspecto más vistoso de cualquier ola de frío que se precie: la nieve, of course.

La nieve, obviamente, no viene sola. En Norfolk, donde la nieve no se prodiga demasiado, cuando llega lo hace acompañada de una oleada de pseudo-pánico que se extiende como una ola expansiva. Y es que esta cosa blanca no tiene miramientos ni hace distinciones, y deja las carreteras, las aceras y los caminos hechos una piltrafa. Como consecuencia, los autobuses dejan de circular; los taxis se desbordan; los ciclistas se caen cómica y repetidamente; y, en general, la gente empieza a ofrecer su alma al diablo con tal de poder volver a casa desde el trabajo (al menos, lo que han podido llegar en primera instancia). Mira que los europeos del norte que tenemos por aquí dicen, despectivos, que con esta cantidad de nieve en su tierra ni sacarían la bufanda; pero que en esta zona nos genera entropía es un hecho innegable. 

Personalmente, para mí y mi idiosincrasia mediterránea los diez centímetros de nieve que cubren las calles son diez centímetros de más. Todo está precioso, eso hay que admitirlo, y fuera hay una luminosidad que ya quisiera el sol estival (anoche descubrimos, como sureños acatetados, que el manto blanco éste permite la visión noctura; ¡al fin podemos afirmar que en nuestro jardín trasero hay lo mismo de noche que de día!). Pero resulta increíblemente poco práctico. Por eso, después de la novedad del primer rato, vuelvo a defender mi tesis de que la nieve donde mejor está es en una postal.

Para empezar, tengo la firme creencia de que, cuando en la calle hace más frío que dentro de tu nevera, hay algo que no va bien. Por otra parte, encontrarte por la mañana un montón de nieve en el lugar donde dejaste el coche, y tener que escarbar para cerciorarte de que éste sigue ahí, me genera ansiedad (¿qué pasa si un día no está?). Y, por supuesto, la consecuencia última y definitiva: el gran trastazo. Tengo que aclarar que aún no he terminado en el suelo, porque he sido capaz de salvar todos mis resbalones con más o menos gracia (un “¡ta-chán!” en el momento justo le da un toque de estilo a cualquier patinazo; combínalo con una palmada y una extensión de brazos y parecerá que llevas años ensayándolo). ¿Ha sido acaso por mi increíble habilidad, por mi sobresaliente equilibrio y mi excelsa capacidad atlética? Obviamente, no; ha sido porque no he andado mucho. Pero todo es cuestión de tiempo: no importa cuánto empeño ponga en tratar de evitarlo, porque terminará por ocurrir. Y como a mí no me gusta hacer las cosas a medias, no me conformaré con caerme vulgarmente de culo o torcerme un tobillo: lo daré todo y me partiré una pierna. En fin, al menos ¿eso me dará más tiempo para escribir? ¡Pues por supuesto que no! Me sentiré culpable e inútil, y dedicaré todas mis horas a trabajar con el ordenador para compensar. Al menos debería ahorrarme accidentes adicionales; suponiendo, eso sí, que para el momento en que la fractura suelde la nieve se haya derretido al fin. En cualquier caso, ya nos desgastaremos las meninges en buscarle un lado positivo al zambombazo cuando llegue el momento; mientras tanto, ahorremos energía, que nos hace falta para combatir el frío.