Según mi
experiencia, uno de los más comunes (y positivos) efectos secundarios de una
tesis es catapultar a sus víctimas a la práctica de ejercicio físico. En los
últimos tiempos, he visto incluso a aquellos más notablemente alérgicos a
cualquier forma de deporte, los que se vanagloriaban de su casi religioso
sedentarismo, sucumbir ante la imperiosa necesidad de dar salida a la
frustración y el estrés. Puede que tardes uno, dos, tres años, pero al final
llega el día en que se te hace evidente que, si quieres vivir para ser doctor,
igual vas a tener que buscarte una manera de liberar tensión. Y el gimnasio
puede ser una forma eficiente y, no menos importante, inocua para todos
(incluyendo tu director de tesis, tus compañeros, y cualquier ser vivo que se
cruce en tu camino).
En mi caso, todo
empezó en el tercer año, cuando me hice plenamente consciente de que corretear
por el laboratorio durante un mínimo de diez horas al día, si bien era un
ejercicio agotador, podía no ser suficiente para garantizar la parte que le
toca a la mente en aquello de Mens sana
in corpore sano. Sopesé mis opciones con cuidado: si corro más de diez
metros, vomito; en la piscina tengo un estilo muy similar al de un cachorro al
que acabasen de lanzar al agua por primera vez; y las bicicletas me tienen
inquina y persisten en tratar de asesinarme. Por suerte para mí, mi amiga Vero,
también doctoranda por aquella época, había llegado a la disyuntiva
deporte-o-suicidio poco antes y, valiente como ella es, había empezado a ir a
las clases de aeróbic del polideportivo de la universidad. A mí me daba
miedito, pero ella me tomó de la mano y me arrastró, así que no pude decir que
no.
El efecto fue
milagroso: continuamos nuestros proyectos sin daños psicológicos irreversibles
(o, para ser más precisos, sin ninguno diagnosticado hasta el momento), ningún
compañero fue maltratado durante la realización de nuestras tesis, y nuestro
humor mejoró notablemente, entre otras cosas. Como es comprensible, sentimos
que predicar las bonanzas del ejercicio era nuestro deber moral, así que
emprendimos nuestra tarea de conversión de doctorandas: nacía así la Operación
Culo-Piedra.
[Nota: Si queríamos
arrastrar a un puñado de científicas sedentarias, como habíamos sido nosotras,
a clases de aeróbic, lo mínimo que necesitábamos era un nombre comercial. Nadie
podrá decir que “Operación Culo-Piedra” no es sonoro y difícil de olvidar. Y la
asociación de ideas es obvia: únete a nosotros, y para el verano podrás partir
una nuez con las nalgas. Es la promesa Culo-Piedra; eso, y un capítulo de tesis
por cada 100.000 sentadillas. Hala.]
Unos meses más
tarde, para cuando nuestros sorprendidos músculos dejaron de resentirse,
habíamos añadido clases de fitness a nuestra agenda, reclutado a una proporción
más que decente de la población femenina de nuestra planta (con Tábata y Natasa
como las representantes más asiduas) y, para nuestra sorpresa y gracias a la infalible
estrategia “a que no tienes güevos de…”, a tres maromos (Ian, Alberto y
Manolo), que se vieron obligados a reconocer formalmente (y faltos de aliento)
que aquélla no era “una clase para nenas” (para satisfacción nuestra y de
Cristian, el profe, que obviamente tenía aspiraciones más altas para sus
lecciones). La Operación iba viento en popa; tanto, que ya nadie preguntaba si
pensabas ir a aeróbic o a fitness al salir del laboratorio, sino,
sencillamente, “¿Vas hoy a Culo-Piedra?”.
La Operación
Culo-Piedra tal y como la conocemos se mantuvo en la cresta de la ola durante
dos, quizá tres años. Después, las fundadoras emigraron (Vero a Lausanne, yo a
Norwich), y la cohesión empezó a flaquear: los antiguos integrantes de la
Operación reemplazaron aeróbic y fitness por actividades variopintas como parir,
like todo en Facebook, o domar
alumnos internos. Por mi parte, a casi 2.000 kilómetros de distancia, me hice
socia del Sportspark de la
universidad en Norwich, busqué clases que me convinieran, y reinicié mi labor
de predicadora, esta vez en tierras extranjeras. Funcionó: estoy entrenando a
mi pequeño ejército, que viene felizmente a clases de body combat todas las semanas. Quizá algún día decidamos dar un
golpe y hacernos con el mando del laboratorio; si lo hago, prometo escribir un
post al respecto.
Aunque mi amigo
Carlos tradujo el nombre de la Operación al inglés hace algunos años (Operation Butts-of-stone; ¡suena a
taquillazo!), a ésta, la que se desarrolla en Norwich, no la he bautizado así.
La razón es simple: no es lo mismo. Para empezar, nadie da las clases como
Cristian (sigh!), por más que me
gusten mis teachers de aquí. Y, para
continuar, sin las integrantes originales de la Operación, incluso yo pierdo el
interés por partir nueces. Es que, sencillamente, no es igual.
Hace tres meses, sin
embargo, la Operación Culo-Piedra resurgió de sus cenizas, cuando ya nadie lo
esperaba, para dar una boqueada más. Tábata, en su momento una de las adeptas
más fieles, se vino a Norwich para hacer una estancia de tres meses en un
laboratorio; y, por aquello de que donde hubo fuego ya se sabe (y también
porque puedo ser terriblemente insistente y a ella la falta de sol la tenía
debilitada), terminamos instaurando la Operación Culo-Piedra, Norwich Edition.
Que constó de tres clases (zumba, body
balance y body combat) en tres
meses, todo hay que decirlo; pero es que ella andaba muy liada. No por ello
estoy menos orgullosa, que conste: su principal conclusión de la experiencia
fue, con voz entrecortada por la emoción (¿o quizá por la falta de oxígeno?),
“Tía… tengo… que… volver… a… culo-piedra”.