domingo, 4 de agosto de 2013

Forever pre-doc


Existe una única condición imprescindible para ser un buen científico: te tiene que entusiasmar la ciencia. Está claro que no está de más que te haya tocado una buena dosis de inteligencia en el reparto; y, ya puestos, si tienes el físico de una estrella de cine, seguro que eso tampoco puede hacer mal. Pero ya puedes ser el buenorro más brillante de tu barrio, que si la ciencia no te llena, en esto no vas a llegar a ninguna parte.

A todos nos lo avisan cuando llamamos por primera vez a la puerta del departamento de turno, preguntando si tienen hueco para nosotros: la investigación es muy dura, y te tiene que gustar sobre todas las cosas, porque va a implicar numerosos sacrificios. No vas a cobrar bien (ni mal, en ocasiones); vas a trabajar muchísimo; va a ser, a menudo, frustrante. Y tu familia y tus amigos no lo van a entender. Así que más vale que la ciencia te llene, porque a ella le vas a dedicar la mayor parte de tu tiempo, contra viento y marea (y la lógica de muchos).

Todos decimos que sí, que estamos hechos de ese material, que asumimos el reto. Obviamente, no siempre es el caso: hay múltiples bajas por el camino. Es selección natural en estado puro: los más normales se retiran a tiempo; sólo los más locos se quedan. Y, oh boy, nos quedamos totalmente entregados.

En las etapas más tempranas, el pre-escolar de la carrera investigadora, el laboratorio es pura efervescencia: todo es nuevo, apasionante, y súúúperguay. Los alumnos internos y los estudiantes de doctorado de primer año miran alrededor con una mezcla 1:1 de terror y emoción. La excitación flota en el aire: incluso la técnica más simple es una fuente inagotable de “ooohhh”s y “aaaaahhh”s y desmesurado regocijo. Es, sencillamente, genial.

Luego llega el doctorado en su versión más hardcore. De repente, los experimentos no funcionan, tu jefe no te ayuda/comprende/ve, y la ciencia se convierte en una arpía ingrata. Todo pasamos por eso. Algunos se queman en el proceso, y deciden que tanto sudar sangre no merece la pena. Otros, aprietan los dientes y siguen p’alante.

Y oye, con un poco de perseverancia, todo se encauza de nuevo: los proyectos avanzan, se encuentran respuestas, se deja de insultar a la ciencia por lo bajo. Se recupera el entusiasmo con fuerzas redobladas: antes sabías que te atraía, pero ahora es un enamoramiento en toda regla. La ciencia es felicidad.

Pero la carrera investigadora es, sin duda, una carrera de fondo. Cuando te vas haciendo mayor, aprendes que la ciencia no se encuentra en estado puro, sino que viene con contaminantes que, probablemente, no te resulten tan atractivos: politiqueos, zancadillas, intereses y enchufismos. Y no es fácil aislarse de ellos. Cuando descubres esto, se te cae la inmaculada imagen que tenías del sistema científico y los palos del sombrajo. Crisis.

Yo alcancé ese punto hace unos meses. Crisis. Pero entonces la ciencia, dispuesta a defender su mancillada virtud, me envió a una estudiante (para mantener su privacidad, me referiré a ella por el pseudónimo ‘Tammy’ – no te preocupes, Tamara, que con este truco no te va a reconocer nadie, te lo digo yo). Tammy ha sido alumna interna durante unos cuantos años antes de unirse a nuestro grupo, y tiene experiencia en el laboratorio; es inteligente, despierta, autónoma y dedicada. Pero, además de todo eso, a Tammy le entusiasma la ciencia. Lo ves en el brillo de su mirada cuando aprende algo nuevo, en la sonrisa tímida cada vez que tiene un resultado. Lo ves porque siempre quiere más; porque no hay que empujarla, sino que es ella la que, sin darse cuenta, tira de ti. Y así, día tras día, inevitablemente, me hace ver la ciencia a través de sus ojos, y de repente las rémoras que la afeaban ya no pesan tanto.

Así que lo he estado pensado y, finalmente, he tomado una decisión: a partir de este momento, sin importar en qué punto de la carrera investigadora me encuentre, a la hora de mirar la ciencia voy a ser forever pre-doc.