Cada año, 50.000 personas sufren
lesiones medulares, que en muchos casos derivan en parálisis. En un abrir y
cerrar de ojos, lo que dura un accidente de coche o una caída, la persona
pierde la movilidad que daba por supuesta y queda irreversiblemente confinada a
una silla de ruedas, en la mejor de las situaciones. Los pacientes y sus
familias confían en que, algún día, los científicos hallarán una estrategia
para reparar estas lesiones.
Ése es el objetivo del Dr. Grégoire Courtine y su grupo, en el Swiss Federal Institute of Technology Lausanne (EPFL).
Courtine lidera un equipo interdisciplinar, en el que neurobiólogos,
neurocirujanos, terapeutas e ingenieros trabajan codo con codo con un fin común:
restablecer el movimiento voluntario tras una lesión de la médula espinal. No
es una cuestión simple: veinte años de investigaciones biomédicas aún no han
dado con una solución. Pero, qué duda cabe, han ido allanando el camino.
Hace diez años, Courtine tuvo una
visión: usar una combinación de electroquímica y terapia que, con ayuda de
desarrollo tecnológico y un poco de suerte, podría potencialmente dar
resultados. Desde entonces ha perseguido esta idea, perfeccionándola junto con
su equipo a base de ensayo y error. Un proceso largo y laborioso, que ha
implicado el trabajo de muchas personas; un proceso que aún continúa.
Hace algo más de dos años, para
el equipo de Courtine llegó un momento clave en su historia: el momento de
comprobar si todos sus esfuerzos habían dado fruto. Su paciente en el
laboratorio era una rata cuya lesión medular le había provocado la pérdida
total de movilidad en las patas posteriores. Tras implantarle la
neuro-próstesis electroquímica que habían desarrollado y someterlo a una rehabilitación
de nuevo diseño, el animal estaba listo para el ensayo final. Eran años de
esfuerzo de decenas de personas concentrados en un roedor de doscientos gramos.
Puedo imaginar al equipo al
completo, unas veinte, veinticinco personas, en la habitación. Están en
silencio, tensas, expectantes. Han invertido tanto tiempo y tanto trabajo para
llegar allí que no saben cómo podrían encajar una decepción. Y, sin embargo,
son conscientes de que es una posibilidad. Por eso aprietan los dientes. Uno de
ellos manipula al animal. Lo coloca en la mesa de ensayo, sobre la cinta. Le
ajusta arneses, cinturones; lo conecta a la maquinaria que lo mantiene erguido.
Cada paso lo lleva a cabo despacio, metódicamente, esforzándose por mantener la
concentración en el trabajo manual. Hasta que, finalmente, no queda más por
hacer. Todo está listo. La persona se separa de la mesa, y todos esperan.
Contienen la respiración. Por dentro, le suplican al animal: “Anda, anda,
anda”. Por favor, camina. Por favor.
Y entonces, la rata anda.
Un hito que puede revolucionar el
tratamiento de estos pacientes y que abre las puertas a la posibilidad de una
curación.
No puedo dejar de imaginar lo que debieron de sentir
los miembros del laboratorio de Courtine en aquel instante, cuando la rata dio
su primer paso; y el segundo; y cuando ya no cabía duda de que, efectivamente,
estaba andando. Es a ese instante al que todos los científicos aspiran. Es
justo ése, ese preciso instante, el que hace que tanto esfuerzo merezca la
pena.
Y yo me pregunto: ¿de qué madera están hechos los científicos?, porque ¿cuántas horas de trabajo?, ¿cuántas veces han tenido que volver a empezar?, ¿qué cantidad de esfuerzo, de imaginación, de pensamiento creativo y de paciencia han tenido que emplear para obtener resultados?
ResponderEliminar¿Están valorados como se merecen? En este país, por desgracia, no.
¡Olé por esas personas tan especiales que hacen avanzar a la humanidad!