domingo, 7 de octubre de 2012

El patinete

El edificio tapaba el sol, y sin sol la temperatura era idónea para que la brisa fuese considerada viento, y el viento resultase desagradable. Había conductores que se impacientaban; peatones que se impacientaban; viandantes con prisa. Había un semáforo que cambia o no cambia y que no termina de contentar a nadie; ruido (motores tensos, un ladrido, alguien se enoja con otro alguien) y olor a gasolina.

Su hermana, su vecina quizá, o tal vez la hija de la amiga de la madre a secas, avanzaba cerca pero parecía no verle: unos años mayor, probablemente no lo consideraba digno de la menor atención; o puede que realmente no fuera del todo consciente de su existencia. Su madre, diez, quince metros atrás, con maquillaje añejo y pelo grasiento, bolsas debajo de los ojos y ceño fruncido, alternaba la conversación con la otra con los gritos lanzados hacia delante, “Eh, tú, párate, quédate quieto ahí”; y luego los precios desorbitados, sobre todo la carne, la maldita carne, y los escandalosos hábitos de la vecina, y el deplorable comportamiento del compañero, que bebe demasiado, y “Te he dicho que te pares, ¿estás sordo o qué te pasa?”.

El viento le araña las mejillas, le revuelve el pelo por delante de sus pequeñas gafas redondas. Coches demasiado cerca y una papelera que rebosa y el viento, de nuevo el viento, que esparce envases, pañuelos de papel usados, colillas. El día es desapacible; la mujer está insatisfecha, incómoda, preocupada tal vez, y quizá es por eso por lo que grita gritos fríos que no auguran nada bueno.

Pero a pesar de ello, a pesar de todo, miras y ves su sonrisa, y la certeza es inmediata y contundente: en aquel preciso instante no hay nadie en el mundo entero más feliz que ese niño en su patinete.