domingo, 2 de diciembre de 2012

El espíritu aventurero en los tiempos de crisis

Escucha, que me sé uno muy bueno: esto es una que va y dice “Los jóvenes españoles emigran por espíritu aventurero, no por la crisis”.

Yo es que me despiporro. ¿Es bueno, o qué? ¡No tiene precio!

Desgraciadamente, son las declaraciones de la Secretaria General de Inmigración y Emigración, Marina del Corral, que o bien tiene un sentido del humor de lo más negro, o unas habilidades dialécticas un tanto toscas.

Tengo la ligera impresión de que a la señora del Corral se le están escapando algunos detalles. El espíritu aventurero de la juventud te puede empujar a irte de InterRail, de voluntario a reforestar la selva amazónica, o de comparsa de la comunidad del anillo. El aventurero se embarca en una empresa emocionante, diferente de su rutina, de forma voluntaria (se sobreentiende que no necesita marcharse), y siempre con la opción abierta de volver (para contarles a sus amigos sus andanzas mientras se toman una cerveza en el bar de siempre, ¡final feliz!). Que me explique esta señora dónde le encuentra la aventura a trabajar de enfermero en Inglaterra, de ingeniero en Alemania, de informático en Estados Unidos, o de camarero en cualquier parte, por poner. Y, ya puestos, que me explique también dónde está, hoy por hoy, la opción de volver.

En el primer semestre de este año, más de 40.000 españoles han decidido dejar el país; un 44.2% más que en el mismo período del año pasado, según datos del Instituto Nacional de Estadística. Obviamente, nada que ver con la tasa de paro de casi el 25%; lo que pasa es que se nos ha disparado el espíritu aventurero. No sé qué estamos comiendo los españoles últimamente, pero de seguir así vamos a dejar a Indiana Jones en bragas.

Una verdadera lástima la falta de espíritu aventurero de tantos políticos españoles.


domingo, 7 de octubre de 2012

El patinete

El edificio tapaba el sol, y sin sol la temperatura era idónea para que la brisa fuese considerada viento, y el viento resultase desagradable. Había conductores que se impacientaban; peatones que se impacientaban; viandantes con prisa. Había un semáforo que cambia o no cambia y que no termina de contentar a nadie; ruido (motores tensos, un ladrido, alguien se enoja con otro alguien) y olor a gasolina.

Su hermana, su vecina quizá, o tal vez la hija de la amiga de la madre a secas, avanzaba cerca pero parecía no verle: unos años mayor, probablemente no lo consideraba digno de la menor atención; o puede que realmente no fuera del todo consciente de su existencia. Su madre, diez, quince metros atrás, con maquillaje añejo y pelo grasiento, bolsas debajo de los ojos y ceño fruncido, alternaba la conversación con la otra con los gritos lanzados hacia delante, “Eh, tú, párate, quédate quieto ahí”; y luego los precios desorbitados, sobre todo la carne, la maldita carne, y los escandalosos hábitos de la vecina, y el deplorable comportamiento del compañero, que bebe demasiado, y “Te he dicho que te pares, ¿estás sordo o qué te pasa?”.

El viento le araña las mejillas, le revuelve el pelo por delante de sus pequeñas gafas redondas. Coches demasiado cerca y una papelera que rebosa y el viento, de nuevo el viento, que esparce envases, pañuelos de papel usados, colillas. El día es desapacible; la mujer está insatisfecha, incómoda, preocupada tal vez, y quizá es por eso por lo que grita gritos fríos que no auguran nada bueno.

Pero a pesar de ello, a pesar de todo, miras y ves su sonrisa, y la certeza es inmediata y contundente: en aquel preciso instante no hay nadie en el mundo entero más feliz que ese niño en su patinete.

lunes, 24 de septiembre de 2012

Premios Ig Nobel: la ciencia que hace reír (y luego, pensar)

El pasado jueves se entregaron los premios Ig-Nobel de este año en la Universidad de Harvard. Estos galardones, otorgados anualmente por la revista Annals of Improbable Research (Anales de investigación improbable), pretenden, en palabras de sus creadores, “celebrar lo inusual, honrar lo imaginativo – y estimular el interés general por la ciencia, la medicina y la tecnología”. ¿La estrategia? Premiar trabajos científicos que hacen reír; y luego, pensar.

Pero, pese a su nombre (Ig Nobel suena igual que ignoble, que en inglés significa innoble), no hay nada ominoso en ser uno de los premiados: los trabajos escogidos son serios y rigurosos (a menudo publicados en revistas científicas), los trofeos son entregados por auténticos premios Nobel, y la ceremonia incluye discursos breves, actuaciones musicales, es interactiva (la de este año incluía en el programa dos Avalanchas de Aviones de Papel, a cargo del público) y, en definitiva, probablemente sea mucho más divertida que cualquier otra. Y los premiados, sin duda, dan mucho más de qué hablar.
A continuación, los agraciados de este año:

-          Premio Ig Nobel de Psicología. Anita Eerland, Rolf Zwaan y Tulio Guadalupe, por su estudio “Inclinarse hacia la izquierda hace que la torre Eiffel parezca más pequeña”, en que se determina que la postura corporal influye en las estimaciones de cantidad.

-          Premio Ig Nobel de la Paz. Compañía SKN (Rusia), por convertir munición rusa vieja en diamantes rusos nuevos.

-          Premio Ig Nobel de Acústica. Kazutaka Kurihara y Koji Tsukada, por crear el SpeechJammer, un aparato capaz de interrumpir el discurso de un hablante al hacer que éste escuche sus propias palabras con un ligero retardo (un instrumento con gran potencial en política y en reuniones familiares).

-          Premio Ig Nobel de Neurociencia. Craig Bennett, Abigail Baird, Michael Miller y George Woldorf, por demostrar que mediante aparatos complejos y estadística simple, investigadores en el área de la neurociencia son capaces de detectar actividad cerebral en cualquier parte – incluyendo un salmón muerto.

-          Premio Ig Nobel de Química. Johan Pettersson, por resolver el enigma de por qué el pelo de los habitantes de ciertas casas de la ciudad sueca de Anderslöv se volvía verde (al parecer, las tuberías de cobre tuvieron algo que ver).

-          Premio Ig Nobel de Literatura. La Oficina General de Responsabilidad del Gobierno de Estados Unidos (US Government General Accountability Office), por publicar un informe sobre informes sobre informes que recomienda la preparación de un informe sobre informes sobre informes.

-          Premio Ig Nobel de Física. Joseph Keller, Raymond Goldstein, Patrick Warren y Robin Ball, por hacer el cálculo del balance de fuerzas que determinan la forma y el movimiento del pelo en una coleta (humana – la especificación es de los autores, no mía).

-          Premio Ig Nobel de Dinámica de Fluidos. Rouslan Krechetnikov y Hans Mayer, por el estudio de cómo se derrama el café de una taza cuando la persona que la sostiene va caminando (¿torpemente?).

-          Premio Ig Nobel de Anatomía. Frans de Waal y Jennifer Pokomy, por el descubrimiento de que los chimpancés pueden reconocerse unos a otros en fotos de sus cuartos traseros (conozco a mucha gente capaz de hacer lo mismo y nadie le da un premio por ello).

-          Premio Ig Nobel de Medicina. Emmanuel Ben-Soussan y Michel Antonietti, por sus recomendaciones sobre cómo realizar una colonoscopia minimizando el riesgo de que el paciente explote (algo que esperamos hayan leído todos los gastroenterólogos).

"The Stinker", la mascota oficial de los premios Ig Nobel







domingo, 9 de septiembre de 2012

La fórmula

Hace 32ºC, y no hay una sola nube en el cielo. Es, a todas luces, una situación de emergencia: ¡Recojan a sus familias, preparen sus picnics, amontonen todo en el coche, y salgan disparados hacia la playa/el lago/el parque más cercano, sin detenerse y sin mirar atrás! Las materias primas para preparar una barbacoa se han agotado; los pubs sin jardín han quedado desiertos. El verano ha llegado (vuelto) a Norwich, y aprovecharlo debidamente es un deber moral. Mañana, si se te ocurre llegar al trabajo con tu habitual color de flexo, tus compañeros te obsequiarán con miradas lastimosas mientras te dicen “Oh, veo que no pudiste disfrutar del sol ayer…”, como quien se percata de una penosa tara a la que hay que esforzarse por quitar importancia, por convención social.

Tampoco es que ésta sea la anomalía del siglo. Todo recién llegado a la ciudad es debidamente informado, por diversas personas llenas de buena fe: en Norwich no llueve tanto. En realidad, llueve poco. De hecho, en términos de Reino Unido, esta región, East Anglia, es casi desértica. Eso te dicen. Y tú miras los frondosos jardines, la exuberante hiedra que avanza imparable, los dos dedos de espesor del musgo, y dices “Ya”. Pero el caso es que al final resulta que es cierto: no llueve tanto. Vale, “desértico” probablemente no sea el término adecuado (el cadáver del cactus que alguien plantó en mi jardín y que pereció ahogado me daría la razón), pero tampoco llueve todos los días, y el sol se ve a menudo. Pero, si bien no es único, un día como el de hoy sí que se considera un evento un tanto excepcional. Que, inevitablemente, hay que aprovechar.

Tengo una amiga que dice que el tiempo aquí es esquizofrénico; y sí, éste es un adjetivo mucho más preciso para definirlo. La semana pasada tuvimos mínimas de 9ºC y máximas de 14; hoy llegamos a 32ºC. Supongo que la importancia de estar siempre preparado se hace patente. La población autóctona lo sabe bien, y nosotros, los que venimos de fuera, nos esforzamos por adquirir sus habilidades; Regla Número 1: nunca bajar la guardia. De entrada, hay que dar por sentado que cualquier fenómeno atmosférico puede hacer su aparición en cualquier momento; pero, si estás debidamente preparado, no te pillará desprevenido. Sandalias, botas forradas, camisetas de tirantes, jerseys de cuello vuelto, carbón para la barbacoa y leña para la chimenea deben aprender a coexistir. Es uno de los secretos para una vida feliz.

Lo que me lleva a otro punto interesante: la gente aquí disfruta del sol como no he visto disfrutar a nadie antes. Para nosotros sureños, el sol es algo que, simplemente, está ahí, por defecto. No es que no lo disfrutemos, pero la intensidad con que lo hacemos es claramente menor. Tiene lógica: si no fuera así, tanta felicidad terminaría por consumirnos; ese nivel de entusiasmo sostenido en el tiempo debe de resultar absolutamente intolerable. Esto implica que existe una propiedad, intrínsecamente ligada a la situación geográfica, que determina la intensidad con que la población disfruta de los días de sol; a dicha propiedad la llamaremos “coeficiente de apreciación”. Teniendo en cuenta este valor, el disfrute anual total (del sol, en el caso que nos ocupa), podría estimarse mediante la siguiente fórmula:

Disfrute anual total (del sol) = (Días de sol/año)Coeficiente de apreciación

Como el coeficiente de apreciación es considerablemente más alto en Norwich que en, digamos, Málaga, el disfrute anual total (del sol) de un ciudadanos medio quizá no sea, después de todo, tan inmensamente diferente entre ambas ciudades. Y yo he decidido, de forma más o menos arbitraria, que voy a tomar esta fórmula como validación de mi Teorema de la Felicidad Portátil: se puede ser feliz en (casi) cualquier parte.

sábado, 9 de junio de 2012

Esto no es una carta a Carmen Vela

Esto no es una carta a Carmen Vela, Secretaria de Estado de Investigación. No tengo nada que decirle a esa señora. No tengo nada que tratar de discutir con ella, nada de lo que intentar convencerla. Porque ella es perfectamente consciente (tiene que serlo) de que lo que afirma en su artículo de opinión en Nature (“Convertir el recorte presupuestario en España en una oportunidad”) es una falacia, un muy burdo intento de combatir la mala prensa que la gestión de la ciencia en España se está ganando a pulso a nivel internacional. Pero no va a funcionar. Porque los datos no se pueden borrar usando un puñado de palabras mágicas.

No soy la primera en decirlo, y no seré la última: el artículo de la señora Vela es una ofensa para los investigadores españoles, y un insulto a la inteligencia de todos. Los recortes en investigación y ciencia, cuyas consecuencias el país tendrá que afrontar en el futuro, ya no son noticia. La comunidad científica, española y extranjera, ha dejado más que clara cuál es su postura al respecto, y continuará haciéndolo. Pero lo que llegado a este punto resulta absolutamente intolerable es que, para colmo, se pretenda que demos las gracias. Tratar de convencernos de que el hecho de que la ciencia en España ya no sea una prioridad es por el propio bien de nuestra ciencia es una broma de mal gusto.

Los datos están ahí, a prueba de frases hechas y palabras altisonantes. Están recogidos en la carta abierta a Carmen Vela de la Federación de Jóvenes Investigadores, en las declaraciones de Carlos Andradas, presidente de la Confederación de Sociedades Científicas (Cosce), o en el escueto y contundente mensaje en el blog Principia Marsupia. Es obvio que los recortes incrementarán la competencia por los recursos, y es obvio que, una vez en esta situación, será imperativo primar la excelencia. No veo cuál sería la alternativa. Pero esto no va a reforzar la ciencia en España: esto va a llevar a que sólo unos pocos grupos de investigación ya establecidos logren mantenerse, mal que bien, a flote, mientras que la mayoría se ven obligados a abandonar en masa. La situación no tiene lado positivo.

Por desgracia, la excelencia no es cuestión de voluntad. La excelencia sólo se puede alcanzar mediante una inversión y un esfuerzo ininterrumpidos; una mera purga no es un atajo. Y en España no sólo no sobran científicos, sino que el número de investigadores por cada mil habitantes está por debajo de la media de la Unión Europea. No lo digo yo, lo dicen las cifras. Pero aún así, contra toda lógica, está exportando jóvenes científicos cualificados, cuya formación ha sido financiada por el estado, para que rindan en otros países. Países para los que, qué duda cabe, el recorte presupuestario en España es, efectivamente, una oportunidad.

domingo, 3 de junio de 2012

Pulcritud en Magnolia

Para alquilar una casa en Inglaterra no basta con tener la intención de pagar el alquiler cada mes y los medios para hacerlo: es una cuestión de honor, de calidad personal, algo que te tienes que ganar. El camino que te lleva a ser inquilino es largo y está plagado de escollos; sólo los puros de corazón llegan a firmar el contrato. 

A nosotros nos sonrió la suerte (los títulos de doctor, un par de contratos en el Research Park y el hecho de que el dueño de la casa fuera un enamorado de España tampoco jugaron en contra, seguramente), y conseguimos la casa que queríamos en el primer intento: pareada, con jardincito trasero, sin moqueta en baños ni cocina, de puertas blancas y paredes magnolia.

Pero el lado oscuro siempre acecha, y eso lo saben bien los agentes inmobiliarios. La firma del contrato no es la prueba definitiva; la calidad de inquilino es algo que hay que demostrar cada día. O, debido a limitaciones de personal, cada seis meses.

Dos veces al año, por tanto, recibimos la visita de un representante de la agencia, planilla en mano, que viene dispuesto a determinar si estamos manteniendo la buena conducta que nos da derecho a seguir en la categoría de inquilinos. Esto es, si hemos sido capaces de controlar nuestros instintos de pintorrear las paredes, defecar en la moqueta, o hacer fuego en alguna de las habitaciones. Pese al obvio reto que supone refrenar tus impulsos destructores diariamente, puedo decir orgullosa que hasta el momento hemos salido victoriosos de todas nuestras evaluaciones.

Aun así, cada vez que nos toca una inspección nos lamentamos, maldecimos y tratamos de retrasarla lo más posible. Luego limpiamos y ordenamos a regañadientes, y nos sentamos a esperar al agente como el que espera la visita de un malhumorado Jack el destripador. Al fin y al cabo, a nadie le gusta tener a un desconocido olismeando por su casa.

O eso pensábamos nosotros, de forma totalmente racional, hasta que pasamos nuestra última inspección.

Y es que la vida te da sorpresas, como dicen por ahí. Cuando aquella mañana abrimos la puerta no encontramos a Jack, sino a un caballero inglés encantador, tímido y adorable, que casi antes de atravesar el umbral ya se había quitado los zapatos. La sonrisa de disculpa no se le borró de la cara en toda la visita, y desde el primer momento se deshizo en elogios acerca de nuestra evidente aptitud como inquilinos: tuvimos que convencerle para que subiese a echarle un vistazo a los dormitorios, porque él afirmaba estar seguro de que era totalmente innecesario, a juzgar por el estado del salón. (Nota para el futuro: si jugamos bien nuestras cartas, ¡podríamos prescindir de limpiar los dormitorios!). Cuando consideramos que había contribuido lo suficiente a nuestra autoestima, le ofrecimos un té, que aceptó con gusto, y así terminamos pasando un agradable rato de charla en nuestra temporalmente impecable cocina. Y entonces tuvimos la oportunidad de descubrir que nuestro inspector había sido futbolista profesional, y vivido en el extranjero, y que ahora era aficionado al golf, y de hablar sobre ciencia y sobre España y sobre el estado del mundo; y, en definitiva, averiguamos que además de adorable era una persona tremendamente interesante con la que podrías conversar durante horas sin llegar a cansarte. Y, cuando quisimos darnos cuenta, la única parte negativa de una mañana que había comenzado como una obligada visita al matadero fue que se había terminado.

Ahora esperamos con ansia la próxima inspección. Personalmente, creo que estoy lista para limpiar y ordenar y ser piropeada por ello en cuanto la agencia lo vuelva a estimar oportuno. O incluso antes. Y esta vez, eso sí, me aseguraré de tener pastas para acompañar el té.

miércoles, 2 de mayo de 2012

De prejuicios y orgullos


Me los esperaba bastante salvajes: borrachos, descamisados, gritando ininteligiblemente y dando empujones a diestro y siniestro. Y llegué aquí y me encontré a una gente educada, amabilísima, que genera una cantidad sorprendentemente mínima de ruido; gente que cuando le trituras los dedos del pie de un pisotón, te mira con ojos de cordero y se disculpa (lo tengo más que comprobado). [Asumo que lo que su sorry en realidad viene a significar sería algo así como “Disculpe por tener un pie con entidad física propia que tal vez pueda haberle incomodado aplastar con su propio pie”. Y tú, pues qué vas a decir, que no es cosa de hacerle el feo: Vale, te perdono; no te preocupes demasiado, es un error muy común. Un hábito horrible, éste de tener pies, pero muy extendido.]

Es lo que ocurre con los estereotipos: a veces, decepcionan. O todo lo contrario.

Conste que lo mío no era nada personal: tal y como muestra el experimento que han llevado a cabo los seis periódicos embarcados en el proyecto Europa (El PAÍS, The Guardian, Le Monde, La Stampa, Gazeta Wyborcza y Süddeutsche Zeitung), los europeos consideran fundamentalmente que los británicos son “hooligans borrachos semi-desnudos”. Existe, no obstante, una opción b, para aquellos que no encajan con la descripción anterior: si eres inglés pero friolero y pasas de resacas, probablemente signifique que eres “esnob y estirado” (aunque de éstos creo que no nos mandan muchos a España; o quizá no se dejan ver porque están esnobeando por ahí, probablemente capitaneados por Victoria Beckham, en lugares secretos a los que los plebeyos no tenemos acceso –un poco como los cocodrilos que viven en las cloacas, pero en plan más cool).

Los españoles, por nuestra parte, nos dividimos en hombres tremendamente masculinos y mujeres ardientes (a las que los primeros, como es bien sabido, no les permiten ir a los toros en minifalda), todos pasando de la siesta a la fiesta casi sin pestañear. ¿Cliché? Obvio, al menos para la gran mayoría. Que ya quisiéramos muchos dormir siesta. Pero tengo que confesar que, cuando leí la descripción, sentí una punzada de orgullo. No sé, será un reflejo atávico: mis genes siesteros, saludando al público.

Sin embargo, esta imagen alegre y despreocupada que proyectamos en Europa es un arma de doble filo; puede que muchos turistas viajen a España deseando encontrar un palmero-torero que se los lleve de marcha hasta desfallecer, pero dudo que ése sea el perfil que buscan inversores o jefes potenciales. Y lo peor es que, a pesar de nuestra fama, los españoles, entre el sueñecito de media tarde y los bailes en la plaza del pueblo, también encontramos tiempo para trabajar; más horas semanales, de hecho, que le media europea. Ahí queda eso.

Quizá el truco resida, simplemente, en tener más cuidado con lo que nos da por enseñar por ahí. Que el folklore está muy bien en las guías turísticas, pero no debe salpicar las noticias más de lo imprescindible. Y me da la sensación de que, por ahora, lo estamos haciendo nada más que regular: en estos momentos, españoles, lo que se ve desde fuera es una crisis, fútbol, un jefe de estado de safari, desempleo… Y, como banda sonora, por siempre, La Macarena. Toma combinación letal.


domingo, 11 de marzo de 2012

sábado, 10 de marzo de 2012

Cosas que debes saber antes de entablar amistad con un científico (II)


4. Si lo sacas con otros científicos, no será capaz de controlarse. Si sacar a un amigo científico siempre entraña sus riesgos, ten claro que si sales con una cohorte de científicos tienes unas altas probabilidades de terminar sufriendo el punto 3 (“Si le das la oportunidad, hablará de ciencia hasta que te arrepientas de haber nacido”, en Cosas que debes saber antes de entablar amistad con un científico (I)) en Dolby Surround. ¿Pensabas que el latín era una lengua muerta? Sal de excursión al campo con un grupo de científicos, que te vas a enterar. Y no creas que escoger un entorno menos amenazador va a salvarte: vete con ellos a tomar una inocente cerveza, y se pasarán horas discutiendo cómo incrementar la eficiencia de transformación de una bacteria con ADN, mientras a ti no te queda más que poner todo tu empeño en atragantarte con los frutos secos, a ver si entre el ataque de tos, que te hacen la maniobra de Heimlich para desincrustarte los cacahuetes de los alveolos pulmonares y que el camarero sugiere educadamente que cambiéis de bar hay una oportunidad de que surja un nuevo tema de conversación (a ser posible, uno que se refiera a seres de tamaño macroscópico, preferiblemente humanos). 

5. Hay ciertas películas/series de televisión que jamás debes ver con él. Olvida CSI, MythBusters y Bones; huye de “28 días después” o “El día de mañana”. O no lo hagas: tú puedes verlas, si quieres; sólo trata de mantener a tu amigo científico alejado de ellas. Si no lo haces, corres el riesgo de que sufra una reacción de hipersensibilidad que le haga: a) Reírse descontroladamente, o b) Enrojecer, apretar los puños y blasfemar, o c) Abrazarse a un cojín y sollozar sin consuelo señalando la pantalla. En el peor de los casos, podría llegar a escupir en el suelo de tu salón. Incluso en sus manifestaciones más leves, esta reacción de hipersensibilidad hará que tu amigo científico no pueda mantener la boca cerrada, y se vea obligado a indicarte, de forma sorprendentemente estentórea, todas y cada una de las imprecisiones o errores científicos que aparezcan en pantalla. Pese a que le supliques que deje de hacerlo. Y aún si se aplica con la mejor de sus voluntades a respetar tu voluntad, reconocerás que ha ocurrido algo que ha hecho saltar su detector de “garrafal-error-científico” cuando lo veas mirarte con ojos desorbitados, agitar los brazos y ponerse morado. Y no se le va a escapar una (si no, prueba a preguntarle a cualquiera de tus potenciales amigos científicos acerca de la archiconocida proteína Dalton de cincuenta kilos de CSI).

6. No le preguntes qué le pasa a tu gato / a tu planta / por qué te han salido esas manchitas blancas en las uñas. El científico no es omnisciente, y se ofenderá si asumes que debería poder responderte a una cuestión que no pertenece, estrictamente hablando, a su materia de estudio; si te despistas y lo haces, insensato, lo tendrás malhumorado el resto del día: más que probablemente, el no saber la respuesta le estará corroyendo las entrañas. Llegado este punto fatal, lo mejor que puedes hacer es compensar haciéndole una pregunta que realmente encaje en su disciplina; y, si desconoces cuál es (algo que jamás, jamás debes confesar abiertamente), siempre puedes probar a ponerle un capítulo de CSI y dejar que se desahogue. Después de eso, ya verás como soltar alocadamente las dichosas preguntitas es un error que sólo cometes una vez.


sábado, 25 de febrero de 2012

Estimado Sr. Ministro de Educación

Estimado Sr. Ministro de Educación,

Tras leer sus declaraciones del pasado día 21 en el Pleno del Senado, en las que afirmaba que la fuga de cerebros no debe verse como algo negativo y que, si luego hay recursos para facilitar su vuelta, esta huída es uno de los más acertados pasos que un científico puede dar en su carrera, me asaltó la duda: ¿tenía yo un concepto erróneo de en qué consiste exactamente la fuga de cerebros? Así que decidí buscar el término en el diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, y encontré lo siguiente:

Fuga de cerebros. Emigración al extranjero de numerosas personas destacadas en asuntos científicos, culturales o técnicos, para ejercer allí su profesión, en detrimento de los intereses de su país.

Sin embargo, usted insistía en que no debía verse como algo negativo; y, por tanto, volví a dudar, y me vi en la necesidad de buscar el término “detrimento”.

Detrimento. 1. Destrucción leve o parcial. 2. Pérdida, quebranto de la salud o de los intereses. 3. Daño moral.

Dado que hablamos de “detrimento de los intereses de su país”, asumiré que la definición adecuada en este contexto es la segunda (pérdida o quebranto); pero, incluso si decidiera ser flexible y aceptar cualquiera de las tres, sinceramente no veo que eso contribuya en manera alguna a que la fuga de cerebros pudiese ser considerada como algo positivo. Así que, claramente, algo no encajaba.

Se me ocurrió entonces que quizá la fuga de cerebros, aunque negativa para el país que los pierde, pudiera ser positiva para otra parte, y que esto era lo que usted estaba en realidad contemplando (mientras que yo, sin base alguna, había asumido que estaba pensando en los intereses de España). Quizá lo que usted señalaba era que la fuga de cerebros es positiva para los propios cerebros a la fuga, que se van a un lugar mejor para ejercer las actividades propias de un cerebro. Eso tendría sentido. O puede que se refiriese usted a los países que acogen a los cerebros fugados; sin duda, para ellos es muy positivo. Ése, debo decir, habría sido un pensamiento muy altruista por su parte; y el altruismo, por definición, es algo bueno, así que yo no tendría nada que objetar.

Pero, aunque estos pensamientos me parecen convincentes y sin duda tranquilizadores, tengo que admitir que, si bien remota, existe otra posibilidad: quizá usted erró en la elección del término. ¿Sería posible que no se refiriese a la fuga de cerebros, sino a esas estancias postdoctorales en el extranjero que la mayoría de los científicos hacemos, con el objetivo de ganar experiencia y completar nuestra formación? Si ése fuera el caso, debo manifestar mi completo acuerdo con usted en que es algo positivo, y un paso acertado en la carrera científica; pero decir que una estancia postdoctoral en el extranjero es algo recomendable es como alabar los beneficios del deporte o la importancia de una alimentación equilibrada. No sé si me explico.

Estancia: Permanencia durante cierto tiempo en un lugar determinado.

Es decir, que una estancia Postdoctoral es algo temporal. El cerebro se va, aprende, establece colaboraciones, se perfecciona, termina de prepararse. Pero se deja un pijama en España. La fuga (huida, abandono) carece de este matiz de temporalidad; si animas a un cerebro a fugarse, no lo esperes de vuelta.

Sólo por si acaso, trataré de resumirlo en una frase sencilla: si un cerebro se va de estancia, eso es algo positivo; si un cerebro se fuga, eso es malo, malo, malo. No hay lado bueno, no importa como se mire. Para el país que deja atrás, me estoy refiriendo; y en este caso en particular, aclaro, me refiero a España.

Sin más por el momento, se despide atentamente

Rosa




domingo, 19 de febrero de 2012

Quemando las naves


Que la ciencia en España agoniza, por desgracia, no es noticia de última hora. Todos, ya sea desde dentro o desde fuera, tenemos la sensación de que la situación está difícil, y de que no se avistan mejorías. Y, aun así, lo cierto es que yo había logrado mantenerme en un feliz estado de semi-inconsciencia optimista, a base de taparme los oídos y cantar a pleno pulmón, hasta que el artículo de Amaya Moro-Martín publicado en Nature hace tres días me bajó de mi nube como un mazazo. Por primera vez, me di de bruces contra una realidad clara y contundente: no vamos a volver. Los científicos españoles que estamos fuera no tendremos que debatirnos entre quedarnos en el extranjero o regresar a nuestro país; no tendremos que valorar pros y contras, evaluando la importancia relativa de familia y trabajo. Sencillamente, no vamos a tener la opción.

La ciencia española acaba de perder, de un plumazo, su ministerio propio y 600 millones de euros. Estamos en plena crisis económica, es cierto; nadie podía esperar crecimientos en el presupuesto para ciencia en estos momentos. Y, sin embargo, éste es justamente el tipo de inversión que, a medio plazo, podría marcar una diferencia. La inversión en investigación y desarrollo en España está bien lejos de la media europea, al igual que la de Irlanda, Portugal, Grecia e Italia. Alemania, sin embargo, invierte más del promedio; y, a pesar de defender la austeridad en las finanzas, ha incrementado este presupuesto. Poco más cabe decir.

Lo que se concluye de los últimos cambios es que para España la ciencia no es una prioridad, sino un complemento de lujo: queda bonita, pero es prescindible. Tremendo error. La ciencia no es un capricho que un país puede concederse si su situación económica lo permite: es una inversión. Una inversión que genera conocimiento, que se traduce en tecnología, que da lugar a productos y, por tanto, a riqueza. Es una inversión que, a su vez, atrae inversores; y que mejora la imagen del país, haciendo crecer su credibilidad. Es, en pocas palabras, la base de un modelo productivo basado en el conocimiento.

Como cabía esperar, la inquietud por el incierto futuro de la ciencia en España se ha extendido más allá de la comunidad científica: hace unos días se entregó en Hacienda una petición de la plataforma de activismo online Actuable, promovida por Francisco J. Hernández y Miguel Ángel de la Fuente, que solicita la opción de dedicar el porcentaje de libre asignación de los impuestos a la ciencia. En poco más de un mes, esta iniciativa ha sido suscrita por casi 300.000 españoles, convirtiéndose en la petición de Actuable con un mayor número de firmantes; una prueba irrebatible de que la preocupación ciudadana por la investigación en nuestro país es una realidad. Los españoles no quieren ver extinguirse esa ciencia que al fin empezaba a repuntar; no quieren ver a España estancarse, quedándose definitivamente fuera de juego; no quieren que todo el esfuerzo y la inversión que el país ha hecho en los últimos años se tire por la borda.

Que es exactamente lo que va a ocurrir si esto sigue su curso. Entre otras cosas, toda una generación de científicos formados en España, bien preparados, listos para rendir y devolver con creces los recursos invertidos en su formación, van a ser exportados sin más, sin cláusula de rescisión, sin que los países receptores den ni las gracias. Podría ser, sin ir más lejos, mi caso. Yo estudié en una universidad pública: el gobierno pagó mis estudios universitarios. Después hice un máster; y para ello me dieron una beca, cortesía del gobierno. Para hacer mi tesis doctoral, otra beca, igualmente costeada con los impuestos de todos los españoles. Decidí hacer un segundo máster, y de nuevo fui becada. El gobierno me subvencionó dos estancias en una prestigiosa universidad de Estados Unidos para completar mi trabajo de tesis. ¿Y qué hay de la asistencia a congresos y cursos internacionales? Ah, sí: gracias por eso también, España. Una vez doctorada, decidí hacer una estancia postdoctoral en el extranjero (por cierto, financiada por una fundación española), para completar mi formación. Y cuando mi estancia postdoctoral termine, estaré preparada para volver y aportar mi granito de arena, para invertir mi trabajo en el país que invirtió en mi educación.

Paradójicamente, ese país no me va a querer de vuelta. Y sólo puedo pensar que, si España quería dedicarse a la beneficencia, había mejores causas que donar científicos.

domingo, 12 de febrero de 2012

Cosas que debes saber antes de entablar amistad con un científico (I)

Esa es la verdad: los científicos somos diferentes. Y quiero aclarar que no estoy utilizando el término “diferente” como un piropo velado; es cierto en el sentido más literal de la palabra: si pones en fila a, digamos, a un oficinista, un profesor, un carnicero y un científico, el más raro va a ser el científico casi con total seguridad. Pero de todo tiene que haber, ¿no? Y también podemos ser adorables, a nuestra manera un poco excéntrica. Eso sí, para evitar desengaños, frustraciones e intentos de devolución, hay ciertos conocimientos previos indispensables para todo aquel que se esté planteando entablar una relación de amistad con un científico.
Luego no digáis que no os avisaron.

  1. Probablemente, la mayor parte de sus intereses queden fuera de los límites de tu imaginación. Y no pretendo decir que tu potencial amigo científico sea extremadamente sofisticado; una vez más, es estrictamente literal: tan sencillo como que hay ciertos aspectos de la vida que jamás habrías sospechado pudiesen resultar de interés para ningún ser humano en sus cabales, hasta que apareció él. Por ejemplo, podría mostrar un repentino y muy desmedido entusiasmo por: a) la araña que se ha instalado en el rincón de tu salón; b) la trayectoria que realizan las gotas de lluvia al resbalar por el parabrisas del coche; o c) la mata de pelos que ha crecido dentro del tupper que alguien olvidó en la nevera. Efectivamente, esos detalles que llaman su atención serán, en numerosas ocasiones, precisamente aquellos que los no-científicos deciden explícitamente ignorar; pero no se lo tomes en cuenta: entiende que está demasiado absorto como para percatarse de tu cara de asco.
Por supuesto, esta peculiaridad también se sufre en sentido inverso: si pretendes iniciar una conversación comentando las últimas anéctodas de la vida de Brangelina o señalando lo horrendo del estilo de la nueva colección primavera-verano, lo máximo que vas a obtener, probablemente, es un ladeo de cabeza y una mirada de incomprensión. Eso, si consigues que aparte la vista de la maldita araña.

  1. Tiene prioridades incomprensibles. Si pensabas que los locos del deporte o las madres primerizas eran monotemáticos, prepárate para la experiencia definitiva: el científico y Su Proyecto. El Proyecto de investigación de tu potencial amigo científico es su principio y su final y, por descontado, el único camino hacia el futuro que él conoce. El Proyecto es una fuente inagotable de frustraciones, alegrías y quebraderos de cabeza, y un sumidero continuo de tiempo y energía; es como un gigantesco parásito que retiene a tu amigo en el laboratorio, y que se las ha apañado para inducirle un muy efectivo síndrome de Estocolmo, el muy malvado. El Proyecto no le dará permiso para ir a tu barbacoa, hará que desaparezca inesperadamente de la comunión de tu hermana, y lo volverá incapaz hacer planes con más de dos horas de antelación. ¿Se ha olvidado de que tenía que asistir a su propia fiesta de cumpleaños? Culpa al Proyecto.
“Debe de ser algo importante”, te verás tentado a pensar en un principio, “Igual algún salva el mundo; o, aún mejor, le vale un Nobel”. Pero si le preguntas en qué consiste El Proyecto, y para qué va a servir, y cuándo, le verás azorarse, poner los ojos en blanco, y empezar a balbucear incomprensiblemente. Si esto ocurre, no le presiones demasiado: podrías producirle daños irreversibles.

  1. Si le das la oportunidad, hablará de ciencia hasta que te arrepientas de haber nacido. Un error muy común entre los principiantes amigos de científicos es mostrar un educado interés por su trabajo; sin embargo, aunque esto pueda considerarse una adecuada convención social en la mayoría de los casos, los riesgos que implica en esta situación particular la hacen no aplicable, bajo ningún concepto, a tu amigo científico. Si él intuye el menor indicio de debilidad (y en este sentido los científicos son como los perros, que huelen el miedo) no dudará en inmovilizarte y lanzarte una vehemente perorata sobre las maravillas de la ciencia de la que no sabrás como escapar. Llegado este momento, probablemente no te quede más alternativa que esperar a que se quede sin aire y pierda el conocimiento.
Nunca olvides que, afortunadamente, este tipo de formalismos es innecesario con tu potencial amigo científico: él está acostumbrado a que nadie sepa con exactitud a qué se dedica, así que generalizaciones del tipo “trabaja con ratones/bacterias/plantas” (o incluso el siempre acertado “trabaja en un laboratorio”) son suficientemente buenas para él, y le harán sentirse satisfecho de que tu conocimiento de su labor esté tan claramente por encima de la media. Esa frase bien soltada en el momento adecuado, y un fascinante tupper repleto de hongos, y lo tienes contento para una semana.


CONTINUARÁ…

sábado, 11 de febrero de 2012

Un año después, ha ocurrido

Ha llevado un año, pero ha ocurrido. Es lo de siempre: sabes que existe la posibilidad, que es incluso probable que suceda, pero no le das muchas vueltas. Bueno, piensas, si llegamos a ese punto ya veremos lo que hacemos. Bien, yo del pasado: bienvenido al punto.

Fue el fin de semana anterior. No cuando ocurrió, quiero decir; probablemente éste es el resultado de un largo y complejo proceso que ha sabido mantenerse en un discreto y conveniente segundo plano durante todo un año, alimentándose de pequeños detalles casi imperceptibles y haciéndose más y más fuerte de forma inexorable. El fin de semana pasado fue cuando a mí, que hasta entonces vivía completamente ajena en el fabuloso mundo del “bah, si llega el momento ya veremos qué hacemos”, no me quedó más remedio que darme cuenta de que, efectivamente, el momento había llegado, probablemente para quedarse: y es que ahora puedo decir, oficialmente, que un porcentaje de mí se ha vuelto británico. 

Y no, no es que haya perdido por completo la sensibilidad al frío y ahora trisque alegremente en minifalda por la nieve mientras mis piernas sueñan con unas gruesas medias, ni mi tolerancia o apetencia a las cervezas locales se ha disparado, y desgraciadamente tampoco nadie ha tenido el detalle de confundir mi acento hablando inglés con el de un nativo. (Y debo reconocer que, mientras que sospecho las dos primeras posibilidades podrían  llegar con el tiempo, probablemente mi única esperanza para la última sea hablarle a un sordo de espaldas; mirando el lado positivo, algo es algo). En realidad, todo se basa en un detalle mucho más simple y, a un tiempo, más revelador: hace una semana, de repente, me vi comprando comida para pájaros.

No parece tan dramático, ¿no? Es de lo más natural tener la intención de alimentar a las propias mascotas. Pero quizá todo cobre algo más de sentido si descubro un pequeño, ínfimo detalle: yo no tengo mascotas. Nada (vivo) con plumas habita en mi casa. Y aclararé algo más: aunque, como todos, disfruto de mis ligeras excentricidades, no suelo consumir comida para pájaros, al menos en el formato en que la venden en las tiendas de animales. De hecho, creo que podría afirmar casi con seguridad que es algo que no he hecho nunca.

Y aquí es donde entra la mentalidad británica. Los británicos aman profundamente a los animales: a los propios, a los ajenos, a los silvestres, incluso a los salvajes; todos son igualmente adorables, encantadores y dignos de atención a sus ojos. Incluidos, huelga decirlo, los plumíferos, esas magníficas criaturas que revolotean y arman jaleo en primavera. Pero, ¿alguien se ha planteado qué ocurre con estos animalillos durante el crudo invierno? Quiero decir, los pájaros no hibernan, ¿no? Y en invierno las temperaturas son bajas, los insectos escasean, los árboles están pelados. ¿Qué hacen los pájaros, entonces? No hace falta ser ornitólogo para tenerlo claro: pasar frío y hambre.

“¡Inadmisible!”, estaréis pensando, seguramente. Al menos, eso pensaríais si fuerais de por aquí. Y como quedarse de brazo cruzados está muy feo, alguien decidió implicarse y preparar comida para pájaros en un formato que se pudiera colgar de los árboles de tu jardín, para arrimar el hombro y contribuir a que los pobres hambrientos pajarillos puedan sobrevivir al invierno, que es una buena causa como cualquier otra.

Debo decir que cuando llegamos a nuestra casa y le eché un vistazo al jardín(cillo) por primera vez, no pude evitar fijarme en una especie de bolsa de malla verde que pendía del único árbol de talla suficiente como para merecer tal nombre. Fruncí el ceño: ¡había un pedazo de basura enganchado en la rama de nuestro único árbol! ¡Intolerable! Sin embargo, con el tiempo y una capacidad de observación media, me di cuenta de que la inmensa mayoría de los árboles de zonas ajardinadas civilizadas disponían de sus propios “pedazos de basura”, en distintas formas, tamaños y colores; me intuición me señaló que quizá podría haber algo oculto bajo esa apariencia de desecho. Y, efectivamente, al final la verdad terminó por salir a la superficie como gloriosa revelación (quizá desde los estantes de Poundland, quizá en forma de comentario de algún asombrado amigo no-británico; poco importa, a estas alturas): aquellos colgajos no eran otra cosa que paquetes de ayuda invernal para pájaros famélicos.

Ha tenido que pasar un año entero para que yo, como individua, sintiera la necesidad de ofrecer mi ayuda a los plumíferos necesitados. En mi defensa diré que, de ese año, sólo unos pocos meses pueden ser considerados invierno, así que probablemente no soy tan mala persona. En cualquier caso, hoy hace una semana que llegué a casa radiante, abrazada a mis ocho bolas de comida para pájaros compactada, cada una de ellas contenida en una coqueta bolsita se malla verde. Toda una sensación nueva, debo decir. Salí al jardín brincando (y, consecuentemente, resbalando en la nieve), y colgué tres magníficas bolas en nuestro árbol, junto con la bolsa ancestral de la revelación que, en un acto simbólico, decidí mantener ahí. El resultado no se ha hecho esperar: esta misma mañana he pillado a tres graciosos pajarillos disfrutando de mi conversión a dos carrillos. Eso sí, no me esforzaré en vano en tratar de describir lo que se siente: me temo que, para entenderlo, hay que ser al menos un pelín británico.