lunes, 28 de octubre de 2013

Fénix


La compramos en Marks&Spencer, envuelta en papel de celofán para esconder la endeble maceta de plástico. Estaba frondosa y llena de flores: perfecta para calmar momentáneamente mi ligera obsesión de tener plantas exuberantes a la entrada de casa. Esta nueva fijación, adquirida en Norwich, cuadra bastante bien con el medio ambiente que ahora me rodea; pero, como quizá yo aún desentono un poco, se encuentra frustrada la mayor parte del tiempo. No es mi culpa: es que las plantas que compramos se empeñan en morir. El tiempo, siempre sorprendente, y el hecho de que repitamos como un mantra “Tenemos que acordarnos de regar estas macetas” cada vez que entramos o salimos de casa sin llegar nunca a hacer nada al respecto podrían ser factores que quizá contribuyan. Qué le vamos a hacer: todo el mundo sabe que los biólogos moleculares de plantas son terribles con cualquier planta que esté fuera del laboratorio. Será que tenemos que compensar, por aquello de la justicia universal y tal.

Después de que el viento la tumbase y se entretuviese en estrellarla repetidamente contra la pared durante semanas, se nos ocurrió que quizá iba a ser mejor rendirnos y transplantarla. La estrategia fue la siguiente: 1) Hacer un agujero en la tierra; 2) Arrancar la planta de su maceta, con esperanza de que mantuviese alguna raíz  unida al resto; 3) Introducir la planta en el agujero, tratando de que quedase en posición vertical; 4) Devolver la tierra removida a su sitio ubicación, intentando no enterrar (del todo) la planta. El procedimiento se realizó manteniendo en todo momento una expresión facial de “¡Uy”! (ojos muy abiertos y dientes expuestos en una tensa sonrisa de disculpa). Y ese día, para celebrarlo, la regamos. Que no se diga que no lo dimos todo.

Pero, por desgracia, su destino estaba escrito. Cuando milagrosamente agarró y empezamos a pensar que, por una vez, la historia podría tener un final feliz, algún patógeno feroz por determinar hizo de ella su víctima, agujereando sus hojas sin piedad y dejándola trágicamente marrón y abatida. Seamos sinceros: no es que estuviese mustia, es que llegó al punto en el que más que una planta era un palo putrefacto. Incluso yo lo acepté, y sustituí el “Tenemos que acordarnos de regar esa planta” por un resignado “Tienes que acordarte de arrancar ese cadáver purulento”. Pero, como además de no ser grandes jardineros tampoco tenemos mucho tiempo libre, el susodicho palo se quedó allí hasta que asumimos se había convertido en mantillo.

Cuál sería nuestra sorpresa cuando, hace un par de semanas, nos dimos cuenta de que, tras cuatro meses clínicamente muerta, estaba de nuevo ahí, bajo la ventana del salón, verde, reluciente, con todos sus órganos vegetales en su sitio, y más fuerte que nunca. Así, sin más, como una prueba fotosintética de que las estadísticas no son vinculantes; como un recordatorio de que hasta un matojo moribundo merece un poco de fe. Desafiando al destino.

Hoy está cuajada de flores. Y la llamamos Fénix.